«¡Qué banales estos hombrecillos de la política, que, según ellos, actúan como filósofos!»

MARCO AURELIO (Meditaciones, IX, 29)

lunes, 27 de mayo de 2024

CAP. 3 «ÚLTIMO INVIERNO EN MADRID»

                                          ANSELMO JORGE CARBALLO GARCÍA © 2024

3.

Mi padre, alemán de origen, Hans Künhel, se estableció desde principios de los años sesenta en el sur de Gran Canaria, con la incipiente llegada de turistas extranjeros de Alemania y del norte de Europa. Conoció a mi madre María Robles en Berlín, en un viaje fin de curso, entraron en contacto de inmediato, un flechazo. Aunque tuviera un buen puesto de directivo en un banco, lo dejó para migrar a la isla, donde contrajo matrimonio con mi madre.

Su perspicacia para los negocios le hizo ver un filón para invertir, empezando como promotor de complejos de bungalows, hacerse con otras propiedades de hoteles de lujo y apartamentos. Especulaba con el suelo aún sin construir, sobornando, si hacía falta, a las autoridades para que “consideraran” una recalificación de los terrenos.

Debido al estrés en los negocios, así lo creí desde el principio, mi padre se dedicó a beber, terminó con un alcoholismo galopante, aún así se hizo más agresivo como empresario, amasando una ingente fortuna.

Fue un padre exigente y autoritario, además de machista, lo que causó que desde niño mi carácter fuera tímido e inseguro, con la edad me he tenido que ir sobreponiendo a esa inseguridad, sobre todo porque ejercer la abogacía exige fortaleza y mucha audacia, habilidades sociales, trabajar bajo la fuerte presión que supone hacerte cargo del problema de otro y resolverlo.

Mi madre pasó los siete últimos años de su vida ingresada en una residencia debido al alzheimer, donde era bien tratada, pues llegó un momento que mi padre no pudo hacerse cargo de ella, debido a su alcoholismo y que los negocios le ocupaban gran parte de las horas. Fue quien se encargó de buscarle un buena residencia, que más parecía un hotel, no en vano el precio de su estancia, del que también se hizo cargo él, era muy alto. Iba todos los días a verla, le daba de comer, ya fuera el almuerzo o la cena, según la hora a la que iba.

De cuando en cuando, ya en la residencia, me trasladaba a Las Palmas para verla en cortas estancias los fines de semana, pero ya ni me reconocía, a Luisa tampoco, lo que me provocaba un gran desasosiego y gran tristeza, amortiguada por el trato de mi esposa, siempre me animaba.

Mi padre quiso que yo llevara su mismo nombre, aunque adopté el apellido de mi madre, María Robles, natural de Las Palmas, a la que admiraba por el cariño que siempre me mostró.

Así figura en la placa dorada del zaguán a la entrada del edificio de cinco plantas: HANS ROBLES. ABOGADO. LAWYER.



Tras la muerte de mis padres, en los años noventa, la de mi madre es la que recuerdo con exactitud, 1 de abril de 1991, mi padre le sobrevivió solo un año, me llamó un notario de Las Palmas para leerme el testamento, había heredado un enorme patrimonio inmobiliario, con una valor de millones de euros, le dije que mi intención era deshacerme de todo, solo me quedaría con el ático de la Avenida Marítima.

Situado en Las Palmas con vistas al Puerto, aún no lo conozco, pero según me dijo el notario tiene doscientos metros cuadrados habitables, y una gran terraza, será donde me instale cuando deje esta ciudad y acabe este asunto de los dos pendejos. En buena me han metido.



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CAP. 2 «ÚLTIMO INVIERNO EN MADRID»

ANSELMO JORGE CARBALLO GARCÍA © 2024

2.

Llego al despacho, como siempre, a primera hora de la mañana, sobreponiéndome a las circunstancias, protegido del frío con abrigo, bufanda y guantes. Casi oculto, no se me reconoce, quizás con la intención inconsciente de pasar inadvertido, no me apetece hablar de fruslerías con los vecinos de este barrio, al único que escucho con mucha atención es a Pablito, el camarero de la cafetería de la calle Goya, bastante mayor que yo, con las arrugas de la edad en la cara y las manos, de baja estatura, camisa y chaqueta blanca impolutas, con la corbata pajarita negra en su sitio, casi sin pelo. Lleva toda la vida trabajando en la misma cafetería desde que abrió cuando solo era un cafetín al que acudían los obreros y albañiles que trabajaron para levantar muchos de los edificios en los años sesenta, es el que me hace reír con la cantidad de chistes que me cuenta, además de servirme de gacetilla de lo que ocurre por los alrededores, y más allá donde se apoltronan los poderosos.

Sentado, o para ser exacto hundido, en el sillón de piel del escritorio en el que quedo escondido por lo enjuto y delgado que me he quedado desde la muerte de Luisa, y tras lo ocurrido en los últimos meses con los sinvergüenzas a los que me he acercado, paso la mayor parte del tiempo escribiendo todo lo sucedido con pesadumbre, la misma que siento al pensar que voy a dejar de ir al Museo del Prado, sentarme frente a los cuadros oscuros y negros de Goya, en los que casi como en un espejo me veo reflejado en esos rostros desfigurados y deformes. Antes de irme del museo voy a ver Las Meninas, siempre descubro algo nuevo, así me voy algo más relajado.

Marcharme de Madrid supone dejar de asistir a los conciertos de música clásica en el Teatro Real y al Auditorio Nacional de Música, melómano de vocación, pero como le decía a Luisa, taciturno, en la vida no da tiempo a leer todos los libros que uno quisiera, ni escuchar toda la música que nos gusta, en la vida cuando se hace una elección se descartan otras muchas.

Esta profesión ocupa todas las horas. Aunque por las noches, antes de dormirme, robo al sueño unas cuantas para leer a mis escritores favoritos, Paul Auster, Richard Ford, Antonio Muñoz Molina, Eduardo Mendoza, mientras escucho los discos de vinilo que conservo con absoluto cuidado, no me gusta los cedés porque pierden los matices que sí tienen los buenos vinilos.

Me detengo un buen rato en uno de los ventanales del estudio mirando a las personas como hormigas, pululando con celeridad de un lado a otro, entre escaparates de moda, de menaje, sin saber qué buscan. Pienso, procurando dejar de lado la pesadumbre, en todo lo que me queda por delante en mi nueva vida en Las Palmas, ahora sin las manos inteligentes ni el amor de Luisa.

El invierno gélido y aún azul de Madrid transita esta soledad. Hace tiempo que no veo a Jaime y Antonio, desde que finalizó el juicio y quedó visto para sentencia, tras la querella que interpuse contra ellos.

Pero ahora no puedo perder tiempo, voy apilando los libros, los enseres, embalando bien seguro el equipo de música, recogiendo los muebles. La empresa de mudanzas estaba a punto de trasladarlos, había quedado con ellos para el 15 de diciembre. Prefiero embalar yo mismo los muebles de caoba comprados hace muchos años, a los que me siento muy apegado, pues fue Luisa quien los eligió.

Me apena tener que abandonar el despacho, ya tengo comprador, con suelo de madera noble, desgastada por el uso de los años, una gran alfombra persa amortigua el sonido de los pasos, la compré en un viaje de vacaciones junto a mi mujer a Marruecos, aún me pregunto si de verdad es persa, pues a pesar del regateo me costó mucho dinero, y más para trasladarla hasta Madrid, ahí se quedará, no me la llevo a Las Palmas.

Aunque no me quejo de la buena suerte en lo económico, he procurado no ser taimado, artero, ni un lobo con los demás, las buenas formas con los compañeros de profesión, me han granjeado el respeto y la consideración en los tribunales. Aunque esta aparente tibieza de carácter e inseguridad, es algo que llevo encima desde chico, he tenido que sobreponerme para esta ardua tarea de la abogacía.

Tanto los letrados como los jueces han reconocido mi original oratoria en los estrados, aunque salgo siempre insatisfecho del trabajo realizado, cavilando y dando vueltas a todo en lo que creo haber fallado, me autoflagelo, por esta obsesión perfeccionista, razón por la que Luisa me decía que esa no es forma de trabajar, el autocastigo es devastador, muy cansado y tú eres muy buen abogado, y eso lo sabes

Ella había conseguido la cátedra de filología hispánica en la Universidad Carlos III de Madrid. Siguió asistiendo a sus clases ya con la enfermedad, hasta que no pudo hacerlo más y me dediqué en cuerpo y alma a cuidarla y darle todo mi amor.

En el despacho tengo un retrato de ella pintado al óleo, en la pared justo frente al escritorio, me lo regaló después de un desencuentro con motivo de un cliente al que le saqué la lasca por un asunto de tráfico de drogas, el tipo era inaguantable. No sé si hago lo correcto mantenerlo delante de mis ojos todos los días.

Cada año pasábamos parte de las vacaciones, quince días de agosto, en Gran Canaria, quedábamos con los pocos amigos que aún vivían, visitamos los lugares añorados por mí, los grabados en mi memoria, Cruz de Tejeda, nos acercamos al Mirador Pico de Las Nieves, por supuesto visitamos en todas las ocasiones el Roque Nublo, monumento natural, desde donde se divisa en días claros la isla de Tenerife, Artenara, el pueblo al que hay que llegar para ir hasta el parque natural de Tamadaba, donde muchas veces acampé de chico con el colegio.

En las últimas vacaciones, hace más de diez años, ya eran evidentes los sucesivos cambios en la transformación de la isla a causa del turismo de masas, playas paradisíacas, ahora llenas de ladrillo y hormigón, incluso ya proliferaban los hoteles rurales en parajes naturales del interior de la isla, así como viviendas vacacionales hasta el tuétano. Le decía a Luisa que ya no reconocía mi tierra, la estaban apelmazando: esta industria turística es depredadora, más en un territorio muy limitado. Esos quince días nos quedábamos en casa de unos amigos en Las Palmas. Al volver a Madrid, ofuscado insisto:

eso no puede seguir así

pero Hans, tu padre hizo fortuna promoviendo complejos y hoteles turísticos desde los años sesenta respondía Luisa

Por esa causa nunca me llevé bien con él, siempre le daba la misma respuesta y zanjábamos el asunto.

El último verano que pasé con ella fue muy largo y caluroso, aún sin hojarasca en los parques y calles arboladas, ni nubes que previeran un otoño cercano. Fue cuando ella empezó a sentir unos extraños síntomas. El diagnóstico fue definitivo, el cáncer estaba muy avanzado y metastatizado al cerebro. Me derrumbé, pero delante de ella mantuve siempre el tipo.

Aunque he podido ir pasando las páginas de mi vida, salvo alguna ocasión mis relaciones con las mujeres han sido escasas.

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domingo, 26 de mayo de 2024

«ÚLTIMO INVIERNO EN MADRID» CAPÍTULO I

ANSELMO JORGE CARBALLO GARCÍA © 2024

1.

Abandono la ciudad el 20 de diciembre de 2022, decisión que tomé hace meses, la muerte de mi esposa Luisa me dejó en un estado de ánimo deplorable, una depresión que no he logrado superar, además de los asesinatos de los dos jóvenes abogados recién licenciados, Antonio y Jaime, que contraté como pasantes en mi despacho de Madrid, se me presentaron sin levantar ninguna sospecha por mi parte, planteándome la posibilidad de realizar la pasantía, bien vestidos, con carteras de piel, y la toga en los brazos de ambos, no me hizo ver nada extraño en ellos y menos que tiempo después me usurparan las contraseñas de mis cuentas y me dejaran mis finanzas muy mermadas, aunque disponía de otras cuentas a las que no accedieron, lo que me ha permitido llevar una vida holgada, además de poder vivir mi jubilación sin apreturas en Las Palmas.

Con sesenta y ocho años es el momento de cerrar todos los asuntos y marcharme, —juro que no volveré a pisar esta ciudad—, en la que vivo hace más de cuarenta años.

No solo se trata de la estafa, el miedo que he sentido, también lo que he vivido en los últimos meses de investigaciones y juicios.

Incluso antes de la fechoría de Antonio y Jaime, mi vida ya había cambiado, no daba los paseos vespertinos, no podía hacerlo sin ser empujado y arrastrado por el gentío aglomerado en las calles, que van y vienen por doquier, para adquirir cualquier bagatela, o haciendo interminables colas para entrar en los monumentos históricos o museos, los mismos que conocía muy bien, pues mis visitas eran casi cotidianas, al Museo del Prado, al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, al Museo Thyssen – Bornemisza.

Resulta imposible seguir viviendo en el barrio de Salamanca, donde abrí despacho nada más acabé la carrera de derecho. Ya no reconozco a nadie, solo turistas, alojados en viviendas vacacionales y hoteles urbanos diseminados por las calles que más frecuento.

Hace diez años de la muerte de mi esposa, Luisa, a causa del cáncer, vi cómo se consumía muy rápidamente, desapareciendo la belleza, la lucidez y el brillo de sus ojos, eso que me enamoró de ella cuando aún estábamos en la universidad. Un dolor sostenido en el tiempo, que me dejó apagado y sumido en una profunda depresión sin superar del todo, pues además de estar muy enamorado y unido a Luisa, a pesar de los años que hemos estado juntos, su muerte me hizo más inseguro, vacilante y solitario.

Ella fue mi apoyo y soporte, con su gran sentido común y su amor me permitía sobreponerme a los problemas que la profesión genera en mi estado de ánimo, todo se me quedó suspendido, mi amiga y esposa desaparecida tan dolorosamente, daba sentido a mi vida, lo que ahora ya no encuentro en esta ciudad, como si con ella se fuera también todo lo que me unía a Madrid.

Gracias al trabajo he podido mantener ciertas relaciones con algunos compañeros, con los que tengo buena sintonía, aunque no puedo decir que sea una amistad cercana, conocedores de mi estado de ánimo desde el fatal desenlace de Luisa. Tras su muerte me planteé volver a Las Palmas, y ahora con lo sucedido, la estafa y los asesinatos, ha sido el detonante final de mi decisión.

Si albergaba alguna duda, este episodio de la estafa puso el punto final para abandonar Madrid.

Afectó a parte de la fortuna que heredé de mi padre, alemán afincado en el sur de Gran Canaria, y parte de la que he ganado con esfuerzo durante tantos años de abogacía. No tengo ningún aliciente para quedarme en esta atiborrada ciudad que ya no me pertenece.

Ahora, casi sin fuerzas, afronto un cambio de vida, obligado además por ser casi esquilmado por dos crápulas valiéndose, quizás, de mi debilidad para tramar con total desfachatez su criminal canallada.

El frío seco y helador del invierno madrileño no me ayuda a reponerme de mi mala salud. Tenía que irme cuanto antes. La mayoría de mis amigos han muerto o han regresado a sus pueblos de los que partieron con la esperanza de una vida más digna, en una ciudad extraña, casi extranjera para ellos, provenientes de provincias, a los que les costó mucho hacerse un hueco en medio de la velocidad de la vida madrileña.

Amigos de provincias a los que he ayudado, siempre agradecidos, llegaban con miedo y desconcierto, mirando hacia arriba la cantidad de monumentos, en otro tiempo aristocráticos, y rascacielos de cristal, caminaban con el anonimato de sus caras entre la gente que pasa sin mirar.

Llego al aeropuerto de Barajas con suficiente antelación, con tiempo para un frugal desayuno en la cafetería. Sentado, no hay nadie de quien despedirme, junto a la cristalera frente a la parada de taxis, para observar una última vez el cielo azul invernal de Madrid, por mi cabeza pasa, como si de una película en blanco y negro se tratara, todos los años vividos, los más felices y los menos, los años con Luisa, tantos amigos en las cenas que los sábados organizábamos en casa, y las tertulias serenas sobre lo que surgiera, sin discusión y con las evidentes discrepancias de la política que transfiguró el país del dictador a una democracia incipiente, los cambios legislativos, la libertad de las calles atronadoras, y otros, los más lúgubres, para disparar sus pistolas asesinando sin piedad.

En la cartera del bolsillo de la pechera guardo un trozo de papel amarillento y desvaído por los años, y que tantas veces leo: “los recuerdos no ahuyentan la soledad, la hacen más presente”, una cita que saqué de un libro que leí tras la muerte de mi mujer, y que nunca olvido.

Canto, casi en susurro, una suite de Bach que a Luisa tanto le gustaba, me corre alguna lagrimilla, enseguida la oculto, la timidez casi patológica desde la infancia me impide mostrarme vulnerable, más en este ancho pasillo de Barajas, a punto de embarcar a la isla.

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