ANSELMO
JORGE CARBALLO GARCÍA © 2024
2.
Llego
al despacho, como siempre, a primera hora de la mañana,
sobreponiéndome a las circunstancias, protegido del frío con
abrigo, bufanda y guantes. Casi oculto, no se me reconoce, quizás
con la intención inconsciente de pasar inadvertido, no me apetece
hablar de fruslerías con los vecinos de este barrio, al único que
escucho con mucha atención es a Pablito, el camarero de la cafetería
de la calle Goya, bastante mayor que yo, con las arrugas de la edad
en la cara y las manos, de baja estatura, camisa y chaqueta blanca
impolutas, con la corbata pajarita negra en su sitio, casi sin pelo.
Lleva toda la vida trabajando en la misma cafetería desde que abrió
cuando solo era un cafetín al que acudían los obreros y albañiles
que trabajaron para levantar muchos de los edificios en los años
sesenta, es el que me hace reír con la cantidad de chistes que me
cuenta, además de servirme de gacetilla de lo que ocurre por los
alrededores, y más allá donde se apoltronan los poderosos.
Sentado,
o para ser exacto hundido, en el sillón de piel del escritorio en el
que quedo escondido por lo enjuto y delgado que me he quedado desde
la muerte de Luisa, y tras lo ocurrido en los últimos meses con los
sinvergüenzas a los que me he acercado, paso la mayor parte del
tiempo escribiendo todo lo sucedido con pesadumbre, la misma que
siento al pensar que voy a dejar de ir al Museo del Prado, sentarme
frente a los cuadros oscuros y negros de Goya, en los que casi como
en un espejo me veo reflejado en esos rostros desfigurados y
deformes. Antes de irme del museo voy
a ver Las Meninas, siempre descubro algo nuevo, así me voy algo más
relajado.
Marcharme
de Madrid supone dejar de asistir a los conciertos de música clásica
en el Teatro Real y al Auditorio Nacional de Música, melómano de
vocación, pero como le decía a Luisa, taciturno, en la vida no da
tiempo a leer todos los libros que uno quisiera, ni escuchar toda la
música que nos gusta, en la vida cuando se hace una elección se
descartan otras muchas.
Esta
profesión ocupa todas las horas. Aunque por las noches, antes de
dormirme, robo al sueño unas cuantas para leer a mis escritores
favoritos, Paul Auster, Richard Ford, Antonio Muñoz Molina, Eduardo
Mendoza, mientras escucho los discos de vinilo que conservo con
absoluto cuidado, no me gusta los cedés porque pierden los matices
que sí tienen los buenos vinilos.
Me
detengo un buen rato en uno de los ventanales del estudio mirando a
las personas como hormigas, pululando con celeridad de un lado a
otro, entre escaparates de moda, de menaje, sin saber qué buscan.
Pienso, procurando dejar de lado la pesadumbre, en todo lo que me
queda por delante en mi nueva vida en Las Palmas, ahora sin las manos
inteligentes ni el amor de Luisa.
El
invierno gélido y aún azul de Madrid transita esta soledad. Hace
tiempo que no veo a Jaime y Antonio, desde que finalizó el juicio y
quedó visto para sentencia, tras la querella que interpuse contra
ellos.
Pero
ahora no puedo perder tiempo, voy apilando los libros, los enseres,
embalando bien seguro el equipo de música, recogiendo los muebles.
La
empresa de mudanzas estaba a punto de trasladarlos, había quedado
con ellos para el 15 de diciembre.
Prefiero embalar yo mismo los muebles de caoba comprados hace muchos
años, a los que me siento muy apegado, pues fue Luisa quien los
eligió.
Me
apena tener que abandonar el despacho, ya tengo comprador, con suelo
de madera noble, desgastada por el uso de los años, una gran
alfombra persa amortigua el sonido de los pasos, la compré en un
viaje de vacaciones junto a mi mujer a Marruecos, aún me pregunto si
de verdad es persa, pues a pesar del regateo me costó mucho dinero,
y más para trasladarla hasta Madrid, ahí se quedará, no me la
llevo a Las Palmas.
Aunque
no me quejo de la buena suerte en lo económico, he procurado no ser
taimado, artero, ni un lobo con los demás, las buenas formas con los
compañeros de profesión, me han granjeado el respeto y la
consideración en los tribunales.
Aunque esta aparente
tibieza de carácter e inseguridad, es algo que llevo encima desde
chico, he tenido que sobreponerme para esta ardua tarea de la
abogacía.
Tanto
los letrados como los jueces han reconocido mi original oratoria en
los estrados, aunque salgo siempre insatisfecho del trabajo
realizado, cavilando y dando vueltas a todo en lo que creo haber
fallado, me autoflagelo, por esta obsesión perfeccionista, razón
por la que Luisa me decía que esa no es forma de trabajar, el
autocastigo es devastador, muy cansado y —tú
eres muy buen abogado, y eso lo sabes—
Ella
había conseguido la cátedra de filología hispánica en la
Universidad
Carlos III
de Madrid. Siguió asistiendo a sus clases ya con la enfermedad,
hasta que no pudo hacerlo más y me dediqué en cuerpo y alma a
cuidarla y darle todo mi amor.
En
el despacho tengo un retrato de ella pintado al óleo, en la pared
justo frente al escritorio, me lo regaló después de un desencuentro
con motivo de un cliente al que le saqué la lasca por un asunto de
tráfico de drogas, el tipo era inaguantable. No sé si hago lo
correcto mantenerlo delante de mis ojos todos los días.
Cada
año pasábamos parte de las vacaciones, quince
días de agosto,
en Gran Canaria, quedábamos con los pocos amigos que aún vivían,
visitamos los lugares añorados por mí, los grabados en mi memoria,
Cruz de Tejeda, nos acercamos al Mirador Pico de Las Nieves, por
supuesto visitamos en todas las ocasiones el Roque Nublo, monumento
natural, desde donde se divisa en días claros la isla de Tenerife,
Artenara, el pueblo al que hay que llegar para ir hasta el parque
natural de Tamadaba, donde muchas veces acampé de chico con el
colegio.
En
las últimas vacaciones, hace más de diez años, ya eran evidentes
los sucesivos cambios en la transformación de la isla a causa del
turismo de masas, playas paradisíacas, ahora llenas de ladrillo y
hormigón, incluso ya proliferaban los hoteles rurales en parajes
naturales del interior de la isla, así como viviendas vacacionales
hasta el tuétano. Le decía a Luisa que ya no reconocía mi tierra,
la estaban apelmazando: —esta
industria turística es depredadora, más en un territorio muy
limitado—.
Esos quince días nos quedábamos
en casa de unos amigos en Las Palmas. Al volver a Madrid, ofuscado
insisto:
—eso
no puede seguir así
—pero
Hans, tu padre hizo fortuna promoviendo complejos y hoteles
turísticos desde los años sesenta —respondía
Luisa
—Por
esa causa nunca me llevé bien con él—,
siempre le daba la misma respuesta y zanjábamos el asunto.
El
último verano que pasé con ella fue muy largo y caluroso, aún sin
hojarasca en los parques y calles arboladas, ni nubes que previeran
un otoño cercano. Fue cuando ella empezó a sentir unos extraños
síntomas. El diagnóstico fue definitivo, el cáncer estaba muy
avanzado y metastatizado al cerebro. Me derrumbé, pero delante de
ella mantuve siempre el tipo.
Aunque
he podido ir pasando las páginas de mi vida, salvo alguna ocasión
mis relaciones con las mujeres han sido escasas.
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